Era un niño como cualquier otro, que jugaba a atrapar lagartijas, pájaros, peces… Era alegre, intrépido y osado, tanto que en una de sus aventuras cayó desde gran altura y el golpe le deformó la cara para siempre. Así se quedó solo y todos le llamaban Moko (“pico de pájaro”). Pero él deseaba ser querido y encontró la manera, ya que tenía un don casi mágico: veía volar las palabras, las cazaba y las convertía en verso. Ahora los otros, cuando lo miraban, no veían a un monstruo deforme, sino a un poeta con un alma bella.